¿Te imaginas que te cierren las puertas solo porque tu música “incita al desorden”? Pues así de rudo era el panorama para la juventud mexicana en los 70. No existía libertad para mostrar proyectos, ni espacios donde escuchar a tu artista favorito sin que alguien levantara la ceja.
En esos años, la música era un ritual colectivo: radios, rockolas y ya. Nada de audífonos ni listas personales. El Walkman nació en 1980, pero a México llegó hasta 1990, así que olvídate de andar con tu cassette favorito en el bolsillo.
Los conciertos masivos, tal y como los conocemos, empezaron en 1971 con un movimiento juvenil que reunió a 300,000 jóvenes. Fue la primera gran contracultura después de las revoluciones y la construcción de las primeras estructuras sociales del país.
Y aunque Avándaro fue prohibido por “nudismo”, “excesos” e “inmoralidad”, el rock no solo sobrevivió: mutó. Nacieron los hoyos fonky, conciertos clandestinos en casas y espacios improvisados donde la música corría libre entre discos piratas y amplis prestados.
Se tejió una red artística subterránea: músicos compartían contactos, rolaban grabaciones caseras y se promocionaban con carteles escondidos y el viejo truco del boca en boca. Un ecosistema creativo que mantuvo vivo el latido del rock cuando el país intentó apagarlo.








