Cada cuarto jueves de noviembre, buena parte del mundo hace una pausa para celebrar el Día de Acción de Gracias, una tradición que, aunque nació en Estados Unidos, hoy se ha extendido a múltiples países gracias a la globalización y a su carácter no religioso. Esta festividad es reconocida por su mesa emblemática: pavo horneado, salsa de arándanos, puré —de manzana o papa, según la región— y el clásico pastel de calabaza.
Sin embargo, el origen del Thanksgiving es más profundo que su menú. La historia se remonta a 1621, cuando los nativos Wampanoag compartieron técnicas agrícolas con los colonos británicos. Esta colaboración ocurrió en medio de un contexto violento: asesinatos masivos, desplazamientos forzados y el despojo de tierras que los colonos ejercieron sobre los pueblos originarios. La relación entre ambas comunidades no fue armónica; estuvo marcada por tensiones que derivaron en el sometimiento de las naciones nativas.
Aun así, el Día de Acción de Gracias quedó registrado como un momento simbólico de cooperación. Desde una mirada sociológica, este punto cobra sentido. El pensador Auguste Comte planteaba que las sociedades evolucionan por etapas, avanzando de grupos centrados en la supervivencia a comunidades complejas e interdependientes. Bajo esta perspectiva, aquel encuentro puede interpretarse como un intento temprano de convivencia que, con el tiempo, impulsó la formación de estructuras sociales más amplias.
Hoy, Acción de Gracias funciona como un recordatorio cultural: la comunidad sigue siendo una fuerza que sostiene, incluso cuando la historia está hecha de claroscuros.








